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El monstruo que habita

Una vez leí que esta canción de Arcade Fire está dedicada a Alexander Supertramp (hacia rutas salvajes), y a la odisea en la que se embarcó en su peregrinación a los territorios del Norte de América. Sea como sea, me transporta a mi adolescencia y esa época en la que soñaba con estar dónde hoy estoy.

A lo largo de la historia, en la literatura y la cultura de casi todas las sociedades han existido los monstruos. A veces utilizados como reflejo de las ansiedades y las preocupaciones de una determinada población, otras veces con la intención de dogmatizar y enseñar al prójimo qué es lo correcto y en qué te puedes convertir si te sales del redil, y otras veces como manera de prevención hacia algo que nos puede hacer daño o puede suponer un riesgo. Los monstruos suelen vivir en sitios oscuros, tienen formas extrañas y una mala reputación por la cual les tenemos miedo.  Sea cual sea el objetivo que tenga el monstruo en la leyenda, cuento, película o novela, si algo está claro es que al monstruo hay que tenerle miedo. Por eso es un monstruo y no un gnomo o un duende. Aunque ya vimos en aquella película de los noventa “Leprechaun” que los duendes tampoco son super amigables.

Volvemos al caso. Cada uno convivimos con diferentes monstruos en nuestro día a día. Los hay que tienen mucho dinero y se dedican a explotar a otros que tienen necesidades que cubrir (estos me dan mucha rabia más que miedo), los hay que declaran genocidios en nombre de un tal señor Dios, y también los que son capaces de hacer daño a sus iguales sin sentir remordimientos. Hay otros monstruos sin embargo que nos dan mucho más miedo, porque viven dentro de nosotros y no podemos ubicarles dentro de un armario o debajo de la cama. Simplemente están ahí, susurrándonos de vez en cuando que existen, y que debemos seguir teniéndoles miedo sea cual sea el motivo. Si es que lo hay.

Viajando en bicicleta de manera autosuficiente, estás totalmente expuesto a cualquier monstruo. Cuando acampas en medio de un bosque sin nadie alrededor, empiezan a salir de uno en uno. El primero de ellos es la oscuridad. Ese monstruo tan temido al que probablemente no por azar, le tenemos miedo. Cabría aquí reflexionar sobre el porqué de determinados monstruos. Está claro que no todos han sido diseñados por la cultura popular, algunos monstruos residen en la información genética que portamos en nuestro ADN, y el miedo que sentimos hacia ellos es tan primario, que de repente al experimentarlos nos teletransportamos a una oscura caverna iluminada por un fuego, donde las gentes que la habitan solo se comunican mediante sonidos ininteligibles al oído sapiens.

Cuando estás en medio de la nada metido en tu saco de dormir, cualquier ruido que escuches proviene de algún monstruo sin dudarlo.

Es importante recordar entonces que hay que tenerle muuucho miedo a los monstruos. ¿Para qué? Podría preguntar alguien osado. Pues para que sigan siendo monstruos. Porque, claro, ¿qué pasaría si de repente pudiéramos hablar con esos monstruos? No solo eso. Si no intentar dejar de verlos con los ojos del miedo y el terror, e intentar adivinar qué es lo que hay detrás del monstruo. Quizá ellos seguirían habitando ahí, pero nosotros también podríamos hacerlo de manera tranquila, o combatirlos incluso.

A lo largo de estas ocho semanas, ha sido mucha la gente que me he ha estado advirtiendo de la presencia de otros monstruos que merodean por estos territorios. Me han contado historias horribles. El peligro que pueden suponer, el cuidado que tengo que tener, y las consecuencias que han sufrido otras personas anteriormente ante su presencia. Estoy hablando de los osos. Cabría preguntarse, hasta qué punto toda esa gente que me ha advertido de manera dramática, tiene conocimiento o ha convivido de manera directa con estos monstruos como yo lo estoy haciendo. Porque hay mucha otra gente, la mayoría población local que vive en medio del bosque, o excursionistas y aventureros que me habla de la otra cara que tienen estos seres. Me hablan de sus costumbres, del equilibrio de compartir territorio, la belleza de convivir con ellos, y la manera de habitar el mismo espacio sin que ninguna de las partes (ni los monstruos, ni los humanos) sufran ningún accidente. Me parece mucho más interesante lo que tiene que decir esta gente, por una única razón: ellos han enfrentado el miedo, y han decidido convivir con el monstruo.

Hay algo de curioso en esta primera parte del viaje que estoy emprendiendo, y es que resulta que el monstruo que habita estas montañas, es una de las razones por las que he llegado a parar aquí. Hace muchos años, tener la oportunidad de observar osos grizzly en su hábitat natural, se convirtió en una especie de obsesión para mí. El oso, siendo el máximo depredador en la cadena trófica de su hábitat, es para mí (igual que para mucha otra gente), un símbolo de la vida salvaje. Más allá de la visión romántica y animista que la literatura de Thoreau, Walt Whitman y las historias como la de Alexander Supertramp (hacia rutas salvajes) nos han hecho tener de ésta, la naturaleza es un sitio poco amable para vivir donde únicamente existen dos estados: plenitud o muerte. En un sitio como Alaska, el Yukón o la Columbia Británica dónde conviven diferentes grandes depredadores, puedes apreciarlo con cada rastro, cada excremento, cada cadáver. Es fascinante para mí. La vida al momento. Carpe diem constante. Hoy eres una ardilla robándole una bolsa de frutos secos a un despistado excursionista, y mañana puedes estar entre las fauces de un puma, un lobo o un oso. Hay poco de romántico, o mucho según cómo lo mires.

Comentaba que ver osos grizzlis era uno de los motivos por los que estoy aquí. A pesar de la enorme cantidad de rastros que observo cada día de estos animales, ninguno había decidido ofrecerme la oportunidad de observarle aún. Había visto algunos osos negros, algún alce, zorros, ardillas, puercoespines… pero el gran jefe del bosque se me estaba escapando.

Entonces, un día mientras rodaba por la Cassiar Highway, unos trabajadores que estaban asfaltando la carretera me pararon para ofrecerme agua. Después de charlar un rato me preguntaron acerca de mi experiencia con la vida salvaje. Les confesé que no iba mal, pero que aún no había tenido la oportunidad de ver osos grizzlis. Me hablaron entonces de un pequeño pueblo llamado Stewart que se encontraba a 70 kilómetros de la Cassiar Highway, dónde a finales de agosto, acuden un montón de salmones a poner sus huevos en la desembocadura del río, y a veces se puede ver a algunos osos acudiendo a pescar. Para llegar a Stewart solo había una carretera la cual tendría que desandar de nuevo para volver a la carretera principal. Llevaba pedaleando y acampando muchos días seguidos, y algo dentro de mí me decía que fuera a Stewart, pero otra parte me decía que continuara hacia Smithers donde me esperaba la casa que una amiga de Madrid me había conseguido gracias a un a persona conocida que vivía allí y dónde podría por fin descansar un par de noches en una cama.

La semana continúo y cuando me estaba acercando a Meziadin Junction, desde donde empezaba la carretera hacia Stewart, un par de viajeros y más gente de la zona volvieron a hablarme de ese lugar. Decidí entonces que me desviaría. Podía ser mi oportunidad y quizá estaba desaprovechándola.

Llegué a Meziadin Junction el día veinte a eso de las tres de la tarde. Me costó dormir esa noche porque estaba emocionado, y también porque una fuerte lluvia y viento que movían la tienda me tuvieron en una duermevela constante.

 

La mañana del veintiuno me desperté a las seis y media, habiendo dormido únicamente cuatro horas. No obstante, me puse a rodar mi bicicleta con ilusión ya que estaba saliendo el sol, y me acompañaba la posibilidad de cumplir un sueño de hacía tiempo. No tenía claro si iba a tener suerte, y esa incertidumbre hacía más excitante el viaje. Arcade Fire me acompañaba en los cascos. Cuando llegué a Stewart, esperé hasta las seis de la tarde para dirigirme a la desembocadura del río donde estaban los salmones ya que, según la gente del pueblo, a esa hora empezaban a buscar comida los osos. Estaba cansado, muy cansado.
Esperé durante una hora con mi cámara configurada, velocidad de obturación alta para no perderme ni un detalle pasara lo que pasara. Y entonces sucedió: a apenas treinta metros de distancia y desde el otro lado del río, pude disfrutar de cómo este precioso macho grizzly, se daba todo un banquete a base de salmones y bayas. No pude hacer otra cosa que llorar y emocionarme, algo se estaba cerrando después de muchos años. Después de 2500 kilómetros por estas carreteras, estaba materializando uno de los motivos por los que estar aquí. Durante las dos horas que estuvo el sujeto alimentándose, no pude apartar la mirada ni un instante. Sentía una atracción magnética hacia el “monstruo” que me había hecho cruzar un océano. Cada uno de sus movimientos, su manera de correr, de sentarse y cazar. No pudo merecer más la pena. En ese momento y a pesar del cansancio acumulado de tantos días en ruta, me sentía ligero, suave y a la vez enérgico. 

Volví al camping donde me alojaba esa noche, y por pura casualidad volví a coincidir con Indiana, Cassie y Paul, los cicloturistas a los que había perdido en ruta unos días antes. Ellos llegaron hace un par de días a Stewart. Nos abrazamos y les conté mi experiencia con el grizzli. Lo celebraron conmigo y esa noche, de nuevo, otro hueco se había llenado.

Decidí pasar el día siguiente en Stewart descansando, a pesar de que mis amigos ciclistas se iban, y sabía que era posible que les perdiera la pista hasta pasado un tiempo. Uno aprende que, aunque llevemos similares ritmos en el viaje, cada uno tiene el suyo y hay que ser fiel a éste.

 

Al día siguiente, hice autostop para subir hasta un glaciar que se encontraba a una hora y media del pueblo, Salmon Glacier. Compartí trayecto con Lucy y Joseph, una pareja de Utah que viajaban en autocaravana con su perra Janice. Entre la experiencia del día anterior con el grizzly, y la inmensidad del glaciar, estaba abrumado con tanta belleza.

El día veintitrés por la mañana, cuando estaba a punto de emprender mi vuelta a Mezidian Junction por el mismo camino, conocí por casualidad a una pareja de Barcelona, que sin dudarlo se ofrecieron a meter la bici en la autocaravana con la que viajaban para llevarme con ellos y no tener que desandar el camino. Por supuesto accedí. Compartimos un agradable rato y fue genial volver a hablar mi lengua madre durante unas horas. Gracias mil

2 comentarios en “El monstruo que habita”

  1. Tio…que manereas…las fotos están geniales y te felicito por tomar la decisión de ir a ver ese espectáculo que solo pocos ven y decir que fuiste por tu propio acuerdo….eso para mi is libertad de existencia , de poder sonar de respirar donde tu quieres respirar y de no dejar que el monstruo de otros te infectara miedo…Saludos mi querido Madrileño y aventurero. Las fotos están divinas y cuando las cuadres y cuelges para que tu las veas y te acuerdes de lo increíble que es ver esa foto del momento que tu libremente creaste…que momento de el que estas con vida, sintiendola , saborizándola sin limites.

  2. Ay, los.monstruos…. Con traje y corbata explotando a sus trabajador@s, con cascos de guerra aniquilando inocentes, oliendo a colonias caras mientras contratan lo servicios de una prostituta, en una habitación en un barrio, en una ciudad del mundo, maltratando a una mujer; en un país del «tercer mundo» abusando de niñ@s que no conocen otra vida….y así una lista interminable donde nunca se me ocurriría meter a un animal; como a ti ❤️.
    Te quiero 💕

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