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MARRUECOS

MARRUECOS

En 2019 mi amigo Mariano y yo emprendimos una bici-aventura desde Lisboa, hasta donde nos dieran las ganas y las patas. Después de cruzar Portugal, él decidió que tenía que volver a Madrid por unos asuntos.

A mí se me presento un dilema, pero decidí seguir viajando hacia el sur en solitario. Bajé tan al Sur que se me acabó el país y tuve que cruzar el charco hacia Marruecos para continuar viajando. En este país que me embaucó estuve casi un mes.

Después de enamorarme perdídamente de Marruecos y sus gentes, acabé el viaje en Nador, en casa de Sana y Zaca, dos amigos de Lavapiés que estaban de visita a la familia. Fue mi primer viaje en solitario, y me di cuenta de dos cosas: 1- Europa se me estaba quedando pequeña y quería explorar más allá. 2- Era capaz de viajar en solitario sin sentirme solo (son cosas distintas), y apañármelas.

Volví siendo otro, y es que después de tanto tiempo durmiendo en hamaca y saco de dormir, volver a mi cama en Madrid se me hizo hasta raro.

Unos cuantos años volví a Marruecos con la bici, pero esta vez con Mariano. Aquí va una de las tantas historias que saque de esa experiencia.

JEBHA Y WES ANDERSON

 

Hay personas que viajan para ver monumentos, otras para tener experiencias nuevas a través de la comida o las costumbres del sitio que viajan, otras para desconectar o conectar con uno mismo, y otras para una mezcla de las anteriores. Yo particularmente, cada vez me doy más cuenta de que cuando viajo, de manera intuitiva persigo dos cosas: la primera, conocer a personas de esas que aparecen en las novelas, personajes vivientes sacados de una película de Wes Anderson, de esos que no necesitan complementos ni adornos porque en esencia, son tan auténticos que merece la pena observar cómo se desenvuelven en su pequeña porción de realidad. El segundo motivo que encuentro para viajar, es coleccionar anécdotas  y escenas tan verdaderas y bellas, que si las pusieras todas juntas, con una banda sonora adecuada, merecería la pena verla. Este pequeño capítulo del viaje tiene un poco de los dos ingredientes anteriores.

 

Después de haber atravesado parte de los montes de Ketama, y haber parado a comer en un perdido pueblo costero (donde fuimos la máxima curiosidad entre los habitantes el tiempo que estuvimos), el ánimo para pedalear había decaído bastante, y por eso Mariano y yo decidimos que era el momento de hacer algo de lo que teníamos ganas: autostop. Y es que, viajar en bici le da a uno mucho tiempo para soñar e imaginar qué cosas le apetecen añadir en forma de ingredientes al brebaje que es el viaje en sí. Desde casi el día uno, Mariano y yo hablamos de que molaría mucho hacer autostop con las bicis. Una pequeña anécdota para añadir al copión de la película. El sueño máximo era hacer autostop y que nos cogiera una pick-up, pero eso quizá era pedirle demasiado a la productora del film.

Después  de varios minutos tratando de llamar la atención de los vehículos que pasaban por la N16, un hombre decidió pararse a un lado del arcén para cogernos. Así fue como conocimos a Moustapha.

 Un hombre rudo, con bigote, pocas palabras pero gentil y cercano. Se dirigía a un pequeño pueblo llamado El Jebha, el cual estaba dentro de nuestra ruta, por lo que nos pareció buena idea como sitio al que ir a descansar después de todo el día. Según llegamos a lo que parecía una zona donde paraban taxis, el alborozo y gentío típico de cualquier pueblo de Marruecos nos recibía. Moustafa nos ayudó a bajar las bicis del techo del coche, las cuales había atado con una cuerda. Antes de que pudiéramos preguntar por un sitio donde ir a dormir, el corpulento conductor ya se había encargado de llamar a un chaval de no más de 16 años, Emran, para que nos acompañara al alojamiento que regentaba su tío, Bilal. Después de subir las empinadas escaleras de la pensión: “Café Caroline”, dejamos las bicicletas en la habitación y nos fuimos a inspeccionar. La pensión en sí, era uno de esos sitios, a los cuales uno jamás llega a propósito, y si llega, seguramente la decisión de alojarse pende de un hilo. Por fuera, aparentemente sólo era un café. Pero en el interior… Uno se adentraba en un escenario propio de la película Life Aquatic ( por mencionar de nuevo al maestro Wes Anderson). Autenticidad, magia y decadencia rebosaban allá donde mirases. Los ingredientes perfectos para alguien al que le canta adornar la vida con relatos, como a mi.

Nuestros futuros amigos se encontraban en la terraza:

 

-Salam Alaykom

+Alaykom Salam.

 

Y ya. 

 

Después de eso, procedemos a coger unas sillas y sentarnos a su lado  a contemplar y deleitarnos con las vistas. Compartimos un silencio de apróximadamente 15 minutos con ellos. No se dirigían a nosotros ni hablaban entre ellos. Las pipas de Kif y el té acompañaban el momento.  Seis personas mirando a la profundidad del horizonte, embriagándose de la calma que éste ofrece. En ese momento, tuve el presentimiento de que no nos íbamos a quedar solo una noche allí.

Al rato, me decido a romper el hielo, como siempre, preguntando si alguno de ellos hablaba inglés o español. Entonces me contesta Osmand:

 

-Yes my friend- Dice después de inhalar una calada en su pipa.

 

Osmand es un tipo de no más de treinta años, gafas , vestido a la europea con tintes modernos. Cualquiera diría que desentona en todo este escenario. Me cuenta que es belga pero que sus padres son originarios de un pueblo de un valle de al lado. Todos los años, viene a ver a su familia, y aprovecha para quedarse 2 semanas en esta pensión, las cuales, según me cuenta, son las que le sirven para purificarse y renovar todo tipo de energía antes de volver a introducirse en la rutina. Acabo de llegar, pero ya sé de lo que habla. Este sitio, esta pensión, este pueblo esconde algo. Solo apto para aquellos que sepan verlo, obvio.

Con una persona que habla árabe e inglés, las presentaciones son mucho más fáciles. Con ayuda de Osmand, procedemos a hacerlas. Es entonces cuando conocemos a todo el reparto de esta película:
 
Moha: un tipo grande, con barriga y un bigote que ocupa casi toda su boca. Camiseta de tirantes blanca, calvo por arriba pero pelo a los lados. Mariano dice que podría tener un puesto de perritos calientes en alguna calle de un barrio de Nueva York. Según nos cuenta Osmand, él es el encargado de que “todo funcione”. No logro entender del todo qué quiere decir con eso, pero no hago más preguntas. 
Moha 2: Un tipo enjuto, de muy pocas palabras como descubriremos más adelante. Pasaba allí alojado parte del año. No logramos enterarnos a qué se dedicaba pero eso es lo de menos. Durante los dos días que estuvimos, solamente le vimos beber té, alguna cerveza, fumar hachís y contemplar el horizonte sin parar. Cuando le ofrecías un mechero o un té, presumía de su acento francés contestándote con un: -Merci. Me imaginé que echaba de menos a alguien o algo.
 
Emran: El chaval de 16 años que nos recibió. Un chaval alto, delgado y con la torpeza propia de su edad. Le tenían un poco para todo. Desde el minuto uno me recordó a Zero, el botones del Gran Hotel Budapest.
 
Bilal: El jefe del hotel. Un tipo alto y corpulento. Con un sentido del humor muy propio. En todo momento fue muy gentil y se encargó de conseguirnos birra ( como decía él) y que no nos faltase de nada. Según decía nuestro amigo Osmand de él: -Bilal puede pasarse horas abstraído, pensando en a saber qué-. Ahora me gustaría saber qué es eso con lo que sueña un tipo como Bilal.
 
Con este reparto de personajes que nos puso la vida en el camino, convivimos durante dos días. Hubo cerveza, un barco, paseos, música compartida y buena comida.
 
Podría continuar contando lo que hicimos durante esos dos días pero de verdad, que no es para tanto. Solo una exageración o alteración de escenas cotidianas, que, fuera de una visión basada en el realismo mágico que tanto adoro, carece de sentido mencionar
 

 

 

 

 

En 2019 mi amigo Mariano y yo emprendimos una bici-aventura desde Lisboa, hasta donde nos dieran las ganas y las patas. Después de cruzar Portugal, él decidió que tenía que volver a Madrid por unos asuntos.

A mí se me presento un dilema, pero decidí seguir viajando hacia el sur en solitario. Bajé tan al Sur que se me acabó el país y tuve que cruzar el charco hacia Marruecos para continuar viajando. En este país que me embaucó estuve casi un mes.

Después de enamorarme perdídamente de Marruecos y sus gentes, acabé el viaje en Nador, en casa de Sana y Zaca, dos amigos de Lavapiés que estaban de visita a la familia. Fue mi primer viaje en solitario, y me di cuenta de dos cosas: 1- Europa se me estaba quedando pequeña y quería explorar más allá. 2- Era capaz de viajar en solitario sin sentirme solo (son cosas distintas), y apañármelas.

Volví siendo otro, y es que después de tanto tiempo durmiendo en hamaca y saco de dormir, volver a mi cama en Madrid se me hizo hasta raro.

Unos cuantos años volví a Marruecos con la bici, pero esta vez con Mariano. Aquí va una de las tantas historias que saque de esa experiencia.

JEBHA Y WES ANDERSON

Hay personas que viajan para ver monumentos, otras para tener experiencias nuevas a través de la comida o las costumbres del sitio que viajan, otras para desconectar o conectar con uno mismo, y otras para una mezcla de las anteriores. Yo particularmente, cada vez me doy más cuenta de que cuando viajo, de manera intuitiva persigo dos cosas: la primera, conocer a personas de esas que aparecen en las novelas, personajes vivientes sacados de una película de Wes Anderson, de esos que no necesitan complementos ni adornos porque en esencia, son tan auténticos que merece la pena observar cómo se desenvuelven en su pequeña porción de realidad. El segundo motivo que encuentro para viajar, es coleccionar anécdotas  y escenas tan verdaderas y bellas, que si las pusieras todas juntas, con una banda sonora adecuada, merecería la pena verla. Este pequeño capítulo del viaje tiene un poco de los dos ingredientes anteriores.

Después de haber atravesado parte de los montes de Ketama, y haber parado a comer en un perdido pueblo costero (donde fuimos la máxima curiosidad entre los habitantes el tiempo que estuvimos), el ánimo para pedalear había decaído bastante, y por eso Mariano y yo decidimos que era el momento de hacer algo de lo que teníamos ganas: autostop. Y es que, viajar en bici le da a uno mucho tiempo para soñar e imaginar qué cosas le apetecen añadir en forma de ingredientes al brebaje que es el viaje en sí. Desde casi el día uno, Mariano y yo hablamos de que molaría mucho hacer autostop con las bicis. Una pequeña anécdota para añadir al copión de la película. El sueño máximo era hacer autostop y que nos cogiera una pick-up, pero eso quizá era pedirle demasiado a la productora del film.

Después  de varios minutos tratando de llamar la atención de los vehículos que pasaban por la N16, un hombre decidió pararse a un lado del arcén para cogernos. Así fue como conocimos a Moustapha.

 Un hombre rudo, con bigote, pocas palabras pero gentil y cercano. Se dirigía a un pequeño pueblo llamado El Jebha, el cual estaba dentro de nuestra ruta, por lo que nos pareció buena idea como sitio al que ir a descansar después de todo el día. Según llegamos a lo que parecía una zona donde paraban taxis, el alborozo y gentío típico de cualquier pueblo de Marruecos nos recibía. Moustafa nos ayudó a bajar las bicis del techo del coche, las cuales había atado con una cuerda. Antes de que pudiéramos preguntar por un sitio donde ir a dormir, el corpulento conductor ya se había encargado de llamar a un chaval de no más de 16 años, Emran, para que nos acompañara al alojamiento que regentaba su tío, Bilal. Después de subir las empinadas escaleras de la pensión: “Café Caroline”, dejamos las bicicletas en la habitación y nos fuimos a inspeccionar. La pensión en sí, era uno de esos sitios, a los cuales uno jamás llega a propósito, y si llega, seguramente la decisión de alojarse pende de un hilo. Por fuera, aparentemente sólo era un café. Pero en el interior… Uno se adentraba en un escenario propio de la película Life Aquatic ( por mencionar de nuevo al maestro Wes Anderson). Autenticidad, magia y decadencia rebosaban allá donde mirases. Los ingredientes perfectos para alguien al que le canta adornar la vida con relatos, como a mi.

Nuestros futuros amigos se encontraban en la terraza:


-Salam Alaykom

+Alaykom Salam.


Y ya. 


Después de eso, procedemos a coger unas sillas y sentarnos a su lado  a contemplar y deleitarnos con las vistas. Compartimos un silencio de apróximadamente 15 minutos con ellos. No se dirigían a nosotros ni hablaban entre ellos. Las pipas de Kif y el té acompañaban el momento.  Seis personas mirando a la profundidad del horizonte, embriagándose de la calma que éste ofrece. En ese momento, tuve el presentimiento de que no nos íbamos a quedar solo una noche allí.

Al rato, me decido a romper el hielo, como siempre, preguntando si alguno de ellos hablaba inglés o español. Entonces me contesta Osmand:


-Yes my friend- Dice después de inhalar una calada en su pipa.


Osmand es un tipo de no más de treinta años, gafas , vestido a la europea con tintes modernos. Cualquiera diría que desentona en todo este escenario. Me cuenta que es belga pero que sus padres son originarios de un pueblo de un valle de al lado. Todos los años, viene a ver a su familia, y aprovecha para quedarse 2 semanas en esta pensión, las cuales, según me cuenta, son las que le sirven para purificarse y renovar todo tipo de energía antes de volver a introducirse en la rutina. Acabo de llegar, pero ya sé de lo que habla. Este sitio, esta pensión, este pueblo esconde algo. Solo apto para aquellos que sepan verlo, obvio.

Con una persona que habla árabe e inglés, las presentaciones son mucho más fáciles. Con ayuda de Osmand, procedemos a hacerlas. Es entonces cuando conocemos a todo el reparto de esta película:

Moha: un tipo grande, con barriga y un bigote que ocupa casi toda su boca. Camiseta de tirantes blanca, calvo por arriba pero pelo a los lados. Mariano dice que podría tener un puesto de perritos calientes en alguna calle de un barrio de Nueva York. Según nos cuenta Osmand, él es el encargado de que “todo funcione”. No logro entender del todo qué quiere decir con eso, pero no hago más preguntas. 
Moha 2: Un tipo enjuto, de muy pocas palabras como descubriremos más adelante. Pasaba allí alojado parte del año. No logramos enterarnos a qué se dedicaba pero eso es lo de menos. Durante los dos días que estuvimos, solamente le vimos beber té, alguna cerveza, fumar hachís y contemplar el horizonte sin parar. Cuando le ofrecías un mechero o un té, presumía de su acento francés contestándote con un: -Merci. Me imaginé que echaba de menos a alguien o algo.

Emran: El chaval de 16 años que nos recibió. Un chaval alto, delgado y con la torpeza propia de su edad. Le tenían un poco para todo. Desde el minuto uno me recordó a Zero, el botones del Gran Hotel Budapest.

Bilal: El jefe del hotel. Un tipo alto y corpulento. Con un sentido del humor muy propio. En todo momento fue muy gentil y se encargó de conseguirnos birra ( como decía él) y que no nos faltase de nada. Según decía nuestro amigo Osmand de él: -Bilal puede pasarse horas abstraído, pensando en a saber qué-. Ahora me gustaría saber qué es eso con lo que sueña un tipo como Bilal.

Con este reparto de personajes que nos puso la vida en el camino, convivimos durante dos días. Hubo cerveza, un barco, paseos, música compartida y buena comida.

Podría continuar contando lo que hicimos durante esos dos días pero de verdad, que no es para tanto. Solo una exageración o alteración de escenas cotidianas, que, fuera de una visión basada en el realismo mágico que tanto adoro, carece de sentido mencionar
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