Que sí. Que los cicloturistas somos autosuficientes y llevamos encima todo lo necesario para sobrevivir por nosotros mismos. Pero no del todo. Nuestra manera de viajar se caracteriza, a mi modo de ver por dos cosas: exposición al entorno, y vulnerabilidad ante éste. Algo que muchas veces puede jugar en nuestra contra (y lo hace), pero que como he mencionado otras veces, nos acerca más a las personas y sus hábitats.
Me encuentro atravesando la Cassiar Highway de norte a sur. Una carretera de más de setecientos kilómetros, con un solo punto de provisionamiento de comida entre medias. De hecho, antes de tomar esta carretera y dejar la interminable Alaska Highway, había dejado hacía tres días el último “pueblo” donde pude comprar comida. Como buen comedor, siempre que sea posible, me tengo absolutamente prohibido pasar hambre cuando viajo, eso es así. Prefiero sufrir un poco más en las subidas debido al peso extra, antes que irme a dormir con el estómago algo vacío. Sin embargo, debido a que no hay puntos de provisionamiento, la comida de agota. Me quedaban ocho días hasta llegar al siguiente sitio donde poder hacer algo de compra. El arroz y la avena se estaban acabando, y la crema de cacahuete había llegado a su fin junto a las latas de legumbres. Era la noche del 7 de agosto, y me encontraba en un área recreativa durmiendo junto a algunas autocaravanas. Me acerqué sin dudar a una de ellas que tenía matrícula de Minnesota, con la intención de comprarles algo de comida. Cuando llegué a su parcela, me recibió Tom dándome la mano. Le conté que estaba viajando en bici hacia el Sur, y que me encontraba en una situación delicada porque no me quedaba demasiada comida, así que, sin más preámbulos, le pedí si podía venderme algo de comida. Me pidió que le esperara y le faltó tiempo para prepararme un “pack” con legumbres, arroz, avena, fruta, y huevos. Me dijo que ni se me ocurriera darle dinero. Me faltaron palabras de agradecimiento. Mientras estaba colocando la comida en las alforjas, Tom volvió con dos cervezas frías y me dijo: – Y éstas, para que te las bebas a mi salud.
Wow. En una situación como en la que me encontraba, aquello era magia.
Cuervo comiéndose a un zorro en la Cassiar Highway. Naturaleza en estado puro: plenitud o muerte, como dice Arsuaga.
Tomé la Cassiar y ese primer día acabé haciendo 110 kilómetros, lo que para mí era un día bastante largo. Mientras montaba la tienda de campaña en el área recreativa de French Creek, tomé conciencia de que en ese momento llevaba ocho días seguidos pedaleando, y qué bueno sería tomarse un día completo de descanso. Estaba dudando si hacerlo, porque de alguna manera me urgía llegar al siguiente pueblo para comprar comida. En ese momento, se acercaron a saludarme Tim y Sherley, una pareja de jubilados de Canadá, que estaban viajando con su caravana y a los cuales no había visto cuando entré al área. Éramos los únicos aquella noche allí. Después de un rato de charla, me invitaron a tomar una cerveza a su caravana. Al final fueron tres. Cuando me estaba levantando para irme, me preguntaron si tenía suficiente comida para los siguientes días, ya que el siguiente pueblo estaba lejos. En ese momento, algo dentro de mí hablo por mí, y les confesé que tenía comida, pero no demasiada. Me dijeron que a la mañana siguiente me darían algo. Insistí en que estaba agradecido, pero no hacía falta. A la mañana siguiente cuando me desperté, habían dejado al lado de mi bicicleta un nuevo “pack” con embutido, fruta, yogures, huevos… De nuevo, sin palabras. Estos actos llenan algún hueco dentro del cuerpo.
11-12-13/08
Sigo pedaleando por la Cassiar, de nuevo la soledad en la carretera, la no conexión y las largas distancias. Uno acaba acostumbrándose a estas tres cosas, y las disfruta, no creáis. He estado haciendo un ejercicio de autoobservación y me he dado cuenta (por sorpresa para nadie) que estar desconectado de la inmediatez y del consumo de lo instantáneo de las redes y la conectividad, sumado a que mi rutina actual consiste en subir montañas con mi bicicleta, acampar, cocinar y leer, se ha traducido en que mi ritmo cardiaco ha bajado, mi atención a la hora de leer ha aumentado (puedo tirarme tres horas leyendo, cosa que unos meses atrás hubiera sido imposible) y me desenvuelvo sin prisa a la hora de hacer acciones cotidianas como desmontar la tienda o lavar la ropa en el río. Cuando tengo la oportunidad de interaccionar con otro humano no lo hago desde el ansia si no desde la curiosidad y la serenidad.
Después de varios días sin cobertura, llegué el día 11 a Jade City, una especie de parada “turística” en medio de la nada, donde la familia que lo regenta, vende piezas hechas por ellos mismos con jade, esta piedra azul verdoso o verde azulado según como lo mires. Pensé en parar y pagar por treinta minutos de Wifi para avisar en casa de que todo iba bien, y esperaba encontrarme la in-hospitalidad que estoy acostumbrando a encontrarme en los sitios de carretera donde estoy parando. Me recibió una amable mujer, que lo primero que me dijo al entrar es que había café gratis, primer punto ganado. Después de charlar un rato, me ofreció darme una ducha en la zona de bungalows que alquilaban. Le pregunté el precio y me dijo que por ir en bici sería gratis, no solo eso, si no que el wifi tampoco lo cobraban. Un oasis en medio del camino. Por supuesto, compré algunos snacks para hacer gasto dentro de mis posibilidades. Mientras estaba pagando, una mujer que estaba en la cola se dirigió a mi:
-Hey! From where are you cycling?
-From Anchorage, to south América!
-Wow! Such a lon long trip.
-Yeah, it is!
Así conocí a Kathy una mujer de Nevada que estaba viajando por estos territorios junto a su marido, Lee, al cual me presentó antes de salir de la tienda. Alargamos la conversación, y al contarle que había viajado por los Balcanes en bicicleta y que me había encantado, encontramos un nexo común. Habían vivido en Albania durante 25 años como misioneros cristianos. Al cabo de unos minutos, me hicieron la propuesta de ir a cenar con ellos a su caravana, por supuesto accedí.
Mientras montaba la tienda de campaña, una pieza de una de las varillas se partió. La tienda funcionaba igualmente, pero era una faena estando tan lejos de cualquier sitio. Así que, hice lo que sabía que tenía que hacer. Hablé con Álex, el viajero de Florida que conocí en Alaska, y le faltó tiempo para ponerse manos a la obra:
-Mae, usted no se preocupe que enseguida se lo solucionamos. Me voy a poner en contacto con el servicio técnico de MSR directamente llamando a Seattle y vas a tener tu pieza.
Tres días después, cuando volví a tener Wifi, llamé a Álex y me dijo que para cuando yo estuviera llegando al pueblo de Smithers, llegaría mi pieza a tiempo y sin coste alguno. Lo que os decía: que somos autosuficientes, pero qué haríamos sin la gente que está detrás: el equipo.
Volvemos a Jade City, estoy en la caravana de Kathy y Lee.
La cena transcurrió entre risas y encontrando puntos en común. Kathy y Lee están jubilados y de vez en cuando hacen algún viaje con su casa-móvil. Tienen una relación muy férrea con Dios y la iglesia evangélica así que tiramos por ahí. Les confesé que yo no me considero religioso y que no he recibido educación espiritual como tal, pero me resulta interesante conocer cómo la gente descubre la Fé. Me hacen sentir como en casa. Me despido y les digo que me tengo que ir a tomar la ducha, o la caravana empezará a hincharse por los lados del olor que desprendo. Ríen, y me invitan a jugar a los dados después de que me de la ducha. ¡Cómo no!
Me enseñaron un juego divertidísimo y la partida se alargó hasta las once de la noche. Mientras me despido, Lee saca de nuevo un pack de comida que han preparado para mí. No sé cómo agradecérselo. Además de eso, cada uno me abraza durante un buen rato. Y hasta ese momento no me di cuenta de cuánto me hacía falta ese calor humano. Tan fue así, que les pedí si podíamos abrazarnos de nuevo, y entonces formamos una linda imagen dónde los tres estuvimos abrazados durante medio minuto. Confieso que con tanta hospitalidad recibida esos días, sumada al calor humano, salí de la caravana algo emocionado.
A la mañana siguiente mientras preparaba el desayuno, Kathy apareció con los dados en la mano:
-Toma, ahora ya sabes jugar, tienes que enseñar a otras personas por el camino.
Nos despedimos y cada uno seguimos nuestro viaje. Si me dejo caer por Nevada, por supuesto les llamaré.
En la caravana de Kathy y Lee
14/15
Continúo por la Cassiar, que, aunque es una carretera larga con dificultades intrínsecas como la falta de puntos de provisionamiento o la no cobertura, para mí está siendo mucho más agradecida que la eterna Alaska Highway. Aquí el paisaje va cambiando de un momento a otro. Cada día hago bastante desnivel, pero ver las montañas nevadas enfrente es toda una inspiración. Después de un largo valle, entras en otro de nuevo. Cada día paso por tres, cuatro o cinco ríos y lagos diferentes. Hay tramos donde no hay asfalto, lo cual agradezco: siempre está bien pisar un poco de tierra o grava. Y el tráfico no tiene nada que ver al de la anterior carretera.
Al estar tantos días seguidos pedaleando, los descansos los hago cada siete días aproximadamente.
Acababa de pasar Dease Lake, el último punto donde comprar comida en los siguientes siete días, y al poco me encontré un área recreativa llamada Tanzilla Dease Lake. Monté la tienda, y decidí que iba a descansar el siguiente día allí.
Cuando viajas en bici en solitario, llenas gran parte del día pedaleando y cansándote físicamente. Pero un día de descanso en medio de un bosque, completamente solo, sin cobertura puede ser la pesadilla de muchos. No es mi caso. Me organizo de tal manera que dedico el tiempo necesario a lavar la ropa, luego otro tanto a leer, luego otro poco a entrenar malabares y hacer una buena rutina de yoga y estiramientos, y de nuevo a leer. Si me siento inspirado, me hecho una siesta de una hora. Y cuando me levanto, de nuevo sigo leyendo. Este día me dio tiempo a terminar Ensayo sobre la ceguera de Saramago, y empezar Música del azar de Paul Auster. Desde hacía tiempo tenía pendiente hacer un maratón de Paul Auster y nunca encontraba el momento, hasta ahora. Me devoré el libro en un solo día y me dio tiempo a empezar con la trilogía de Nueva York. Paul Auster es uno de esos autores con los que conecto en cuanto empiezo a leer cualquiera de sus libros. Siento una tremenda empatía hacia sus personajes y las temáticas que trata.
Mientras terminaba el libro en Tanzilla Dease Lake, vi aparecer una grupeta de tres ciclistas formada por dos hombres y una mujer que iban a dormir en el área recreativa. En cuanto me vieron, vinieron hacia mí e hicimos las presentaciones correspondientes. Indiana, Lucy y Tom, se conocieron en el camino. Indiana empezó a viajar en Proudhoe Bay, en el norte de Alaska, y tiene pensado dar una vuelta al mundo que le tomará diez años. Wow. Lucy y Tom están jubilados y viven en Montana, ahora están viajando también desde el norte de Alaska, pero hasta Montana. Han recorrido Sudamérica y tienen pensado volver este otoño. Charlamos un rato y me cuentan el itinerario que van a hacer al día siguiente por si me quiero unir: tienen pensado hacer unos 85 kilómetros y 1000 metros de subida. Día largo.
16
Cuando ellos empiezan a pedalear, yo aún estoy desmontando la tienda. Son las ocho y media, y es que hoy me propuse no madrugar demasiado para no romper de golpe el día de descanso de ayer. Les despido con la mano y les digo que intentaré cogerles.
A eso de las dos de la tarde, cuando llevo cincuenta kilómetros aproximadamente, me los encuentro a los tres almorzando a un lado del camino. Al final les he cogido. Después de un día de descanso, mi cuerpo se comporta como si lo hubieran lubricado y puesto piezas nuevas, a pesar de llevar encima cinco kilos de comida que no llevaba el último día que pedaleé, y de haber hecho casi mil metros de desnivel en apenas cuatro horas.
A eso de las cuatro de la tarde llegamos a Iskut, el último punto donde cargar gasolina hasta otros tantos kilómetros. La gasolina la utilizo para cocinar con el hornillo. Tengo que cargar un par de dólares cada nueve o diez días como mucho.
Cuando estaba seleccionando el pago en la máquina, me equivoqué y pulsé fill-up con la tarjeta insertada. Eso se traducía básicamente en la máxima cantidad posible que la máquina aceptaba. Es decir, si no me equivocaba, se me iban a cobrar cien dólares aproximadamente. Acudí algo agitado dentro de la gasolinera pidiendo a la mujer que trabajaba allí, que por favor me dejara el wifi para poder comprobar si se me habían cobrado esa cantidad o no. Al final accedió y me dejó conectarme. Efectivamente, en la aplicación aparecía el cobro. Y no solo eso, si no que como no había descolgado la manguera, no podía usar si quiera la gasolina que había pagado. Traté de explicarle la situación a la mujer que tenía poco o ningún interés en levantar la vista del pasatiempo que estaba haciendo. Yo era un extraño que estaba distrayéndola y perturbando lo que estaba siendo una tarde tranquila más en Iskut, el pueblo-gasolinera donde parece que no pasa nada nunca. Ella contestó que efectivamente le aparecía el cobro, pero no tenía pruebas para demostrar que no había usado la gasolina. Le conté que estaba viajando en bici, y que como podría comprobar, no tenía donde meter cien dólares de nafta. Le pedí que buscáramos una solución, porque esos cien dólares para mí significaban bastante. Mientras esto sucedía en aquel escenario grotesco y algo decrépito, sentí una mano que me tocaba el hombro. Me giré y vi una chica rubia de mi edad, un poco más mayor que yo quizá, que mientras me sonreía me preguntó por lo que había pasado. Se lo expliqué y ella de nuevo, preguntó cuál era la cantidad que se había quedado la máquina. Cien dólares le dije. Entonces ella me pidió que abriera la mano, y cuando lo hice, depositó cien dólares en billetes de veinte.
-Buen viaje, ¡y disfruta de Canadá! – Me dijo con una sonrisa mientras salía de la gasolinera.
Me costó casi diez segundo entender que la chica me había dado esos cien dólares. Cerré la mano y salí detrás de ella corriendo para asegurarme de que estaba entendiendo bien la situación. Se estaba subiendo justo al coche cuando me vio y de nuevo se bajo de éste mientras se reía.
Me confesó que no le había agradado verme en esa situación, y que esa era una manera de apoyarme en el viaje. Para ella eran solo cien dólares, pero a mi me alumbraba un poco este día y me llevaba una imagen mejorada de Canadá. Nos abrazamos y de nuevo me emocioné con su gesto.
Otra vez, ese hueco dentro del cuerpo que no sé donde ubicar, se había vuelto a llenar.
«Otra vez, ese hueco dentro del cuerpo que no sé donde ubicar, se había vuelto a llenar».
Llorando de emoción.
Que maravilla Hugo❤️
Cuantos huecos llenas ❤️❤️❤️
Sin palabras, Hugo.
En este mundo loco en el que vivimos, qué bonito es descubir que hay muchas personas con alma.
Muchas gracias por tus textos. Es un placer viajar contigo a través de la lectura .
No puedo dejar de emocionarme, mi niño. Siempre he pensado que los malos hacen mucho ruido pero que las buenas personas somos mayoría. Y tú me lo demuestras. Te quiero ❤️
Me emociona muchísimo tanta generosidad humana… es de locos sentir esos gestos como algo extraordinario! En mi cabeza y mi corazón sólo entiendo ese modo de estar en esta vida pero el sistema en el que vivimos es tan avaricioso que, aún doliendo, una acaba aceptando que es así y se rinde… y de pronto vives esas experiencias de entrega y amor y te emocionas, como quien encuentra lo que tanto anhela… es precioso todo lo que recibes Hugo. 🫶🏼🫶🏼🫶🏼