Bajo el sol de medianoche les suceden cosas extrañas
a los hombres que se afanan por el oro;
Los senderos del Ártico guardan historias secretas
que os helarían la sangre;
La Aurora Boreal ha contemplado prodigiosas visiones,
pero la más prodigiosa que jamás contempló
sucedió aquella noche a orillas del lago Lebarge
en que incineré a Sam McGee.
Y es que Sam McGee era de Tennessee,
donde el algodón crece y florece.
Por qué dejó su hogar en el Sur para vagabundear
alrededor del Polo, sólo Dios lo sabe.
Siempre tenía frío, pero la tierra del oro
parecía retenerlo como un hechizo;
Aunque él decía a menudo en su peculiar estilo:
«Antes preferiría vivir en el Infierno».
Un día de Navidad estábamos pateándonos el camino
en la senda hacia Dawson.
¡Y tú me hablas de frío! A través de los pliegues del anorak
el frío se nos clavaba como puñales.
Si cerrábamos los ojos, se nos congelaban las pestañas
hasta el punto que, a veces, no podíamos ver;
No era demasiado divertido, pero el único
que se quejaba era Sam McGee.
Y aquella misma noche, mientras yacíamos arrebujados
en nuestras mantas bajo la nieve,
y los perros se hallaban saciados, y las estrellas sobre nuestras cabezas
danzaban de puntillas,
se giró hacia mí y «Capi», dijo,
«me parece que voy a palmarla en este viaje.
Si es así, te pido
que no rechaces mi última voluntad».
Bueno, parecía tan desmoralizado que no pude decirle que no;
Entonces dijo en una suerte de gemido:
«Es el maldito oro el que tiene la culpa
de que esté aquí congelado hasta los huesos.
Pero no es el morir -es el terrible pavor
a una tumba helada lo que me apena.
Así pues quiero que jures que, por las buenas o por las malas,
incinerarás mis restos mortales».
Bueno, el último deseo de un camarada es algo que atender,
así que le juré que no le fallaría;
Y reanudamos la marcha al romper el alba;
¡Pero Dios, estaba horriblemente pálido!
Y se encogía sobre el trineo, y deliraba todo el día
acerca de su hogar en Tennessee;
Y antes de que cayera la noche un cadáver era todo
lo que quedaba de Sam McGee.
Con un cadáver semi-cubierto del que no podía deshacerme,
me apresuré, horrorizado.
No había ni un alma en aquella tierra de muerte,
y a causa de la palabra empeñada
permaneció atado al trineo, y parecía decir:
«Ya puedes devanarte los sesos,
porque me lo prometiste de veras, y de ti depende
incinerar mis restos mortales».
Y es que una promesa hecha es una deuda impagada,
y la senda tiene su propio y estricto código.
¡En los días por venir, y aunque mis labios se hallaban entumecidos,
cómo maldije aquella carga en mi corazón!
En las largas, largas noches, junto a la solitaria luz del fuego,
mientras los huskies, alrededor de un círculo,
aullaban sus aflicciones a las nieves desiertas
-¡oh, Dios, cómo aborrecí aquella cosa!
Y todos los días aquella arcilla inmóvil
parecía pesar más y más;
Continué adelante, aunque los perros estaban agotados
y los víveres escaseaban;
Y la senda era mala, y me sentía medio enloquecer,
pero juré que no me rendiría;
Y a menudo le cantaba a aquella cosa odiosa,
que me escuchaba con una mueca.
Hasta que llegué a orillas del lago Lebarge,
y una ruina allí yacía;
Estaba atrapada en el hielo, pero vi en un instante
que se llamaba el «Alice May».
La observé, y medité un poco,
y observé a mi helado compañero;
«Aquí» dije entonces, en un grito repentino,
«está mi crematorio».
Arranqué algunos tablones de la cubierta del camarote,
y encendí el fuego de la caldera;
Algo de carbón encontré allí tirado,
y amontoné el combustible hasta arriba;
Bien, las llamas ascendieron, y el horno rugió
-con una flama como jamás hayáis visto;
Y excavé un agujero entre el carbón encendido
y allí introduje a Sam McGee.
Entonces me alejé caminando, puesto que no me apetecía
oírlo crepitar de aquel modo;
Y los cielos fruncieron el ceño, y los huskies aullaron,
y el viento comenzó a soplar.
Hacía un frío helador, pero un sudor cálido se deslizaba
por mis mejillas, y no sé por qué;
Y el grasiento humo con su manto de tizne
formaba volutas en el cielo.
Ignoro por cuánto tiempo en la nieve
me debatí contra el miedo espeluznante;
Pero salieron las estrellas y bailaron sobre mí
antes de que me aventurara por las proximidades;
Estaba enfermo de temor, pero con valentía dije:
«Echaré sólo una ojeada al interior.
Supongo que ya estará asado, y ya es hora de que mire»;
…entonces abrí la puerta de par en par.
Y allí estaba Sam sentado, con aspecto tranquilo y calmado,
en el corazón del horno rugiente;
Esgrimía una sonrisa que podías ver a una milla,
y dijo: «Por favor, cierra esa puerta.
Se está bien aquí dentro, pero temo mucho
que dejes entrar el frío y la tormenta,
puesto que desde que dejé Plumtree, allá en Tennessee,
es la primera vez que entro en calor».
Bajo el sol de medianoche les suceden cosas extrañas
a los hombres que se afanan por el oro;
los senderos del Ártico guardan historias secretas
que os helarían la sangre;
la aurora boreal ha contemplado prodigiosas visiones,
pero la más prodigiosa que jamás contempló
sucedió aquella noche a orillas del lago Lebarge
en que incineré a Sam Mcgee.
Robert W. Service
Este poema de Rober William Service, conocido como «el bardo del Yukón», es el reflejo de toda una generación de hombres y mujeres norteamericanos, que a mediados y finales del siglo diecinueve emigraron de sus tierras en busca de una vida mejor, dirigiéndose hacia el Norte, en la conocida fiebre del oro. Fue también, uno de los poemas que inspiró a venir aquí a David, el bombero y guía de montaña de 60 años, que acaba de parar en el arcén de la carretera al verme, para ofrecerme agua y me ha invitado a acampar en su terreno que está a 30 kilómetros. Dice que cuando ve a algún viajero con la casa a cuestas por estas tierras, le recuerda a él, cuando hace casi 35 años metió todo lo que era en ese momento su vida en una mochila, dejó su ciudad natal, Ontario, y haciendo autostop llegó hasta el Yukón en busca de aventuras.
Ese día no llegué a su casa porque hubo un accidente en la carretera que me retrasó bastante y acabé en un área recreativa. Pero a la mañana siguiente, como me pillaba de camino, decidí pasarme a saludarle y quizá dejarme invitar a un café. David me recibió con los brazos abiertos y desde el minuto uno me brindó toda su hospitalidad. Me contó cómo había construido la casa en la que ahora vive, utilizando la estructura de una vieja cabaña de 30 metros cuadrados, la cual compró con el poco dinero que tenía, y en la cual pasó seis inviernos. Ahora se ha transformado en una casa bastante grande de madera, con dos plantas, en la que vive con su mujer.
-Tenía una vieja estufa para calentarme, una cocina de hierro y una bañera que estaba fuera, la cual calentaba quemando madera por debajo. Salía a bañarme cuando fuera había -15º. Pero para mí era un sueño, la auténtica aventura. Traía sacos de arroz y legumbres en el otoño, y durante el invierno cazaba con mi rifle. Fue duro, pero me hizo aprender mucho más del entorno y la naturaleza que cualquier asignatura del colegio.
Mientras me lo cuenta viene a mi memoria el libro de Henry David Thoreau, «Walden», en el cual el autor cuenta su experiencia viviendo durante dos años en una cabaña en el bosque construida por él mismo. Durante bastante tiempo fue una de mis obras de referencia.
David se ofrece a prepararme unas salchichas y unas patatas en la barbacoa, y le advierto que no puedo tardar mucho en irme: quiero hacer 70 kilómetros hoy.
Una cosa llevo a la otra, y en un momento determinado ( creo que justo después de acabarme las salchichas y la cerveza), decidí que aceptaba la oferta que me había hecho un rato antes, y acamparía en su terreno. Como me contó cuando se presentó, se dedica a organizar descensos en kayak por el Yukón, así que, me ofreció que cogiéramos un par de embarcaciones y diéramos una vuelta.
Una aventura más pendiente para hacer el algún momento: descender el río Yukón en kayak.
Después del paseo, seguimos con la conversación. David me confesó que le gustaba mucho hablar (lo que intuí de manera rápida) y que si me atoraba debía cortarle. En ningún momento lo hice, porque adiviné que necesitaba charlar y tener alguien que le escuchara, y qué menos después de la hospitalidad que me estaba brindando, a pesar de que aprecio la comunicación no verbal y el silencio cada cierto rato de conversación.
A eso de las 19 empecé a montar la tienda de campaña a escasos metros de la casa, mientras David, dentro, preparaba algo de cena. Estaba colocando la esterilla dentro de la tienda, cuando, al levantar la mirada, me crucé con otros ojos que también me estaban mirando: un oso negro adulto a apenas diez metros de distancia. Cuando estás a esa distancia con un oso los primeros movimientos son cruciales: lo primero reconocer el tipo de oso. En este caso, no había duda, era un oso negro. Si hubiera sido un Brown Bear o un Grizzly, el protocolo es totalmente diferente. El siguiente paso, hacer ruido para que se vaya e identificarte como humano. No hubo tercer paso, ni tiempo para hacer una foto, porque según me escuchó decirle: Hey bear! salió corriendo hacia el interior del bosque. Una vez salió de mi campo de visión, pude respirar aunque el corazón me iba a mil. Me sentí afortunado por la oportunidad de ver a un ejemplar adulto tan de cerca pero por otro lado estaba taquicárdico. Entré en casa para avisar a David y justo él salía de la cocina, porque había escuchado un ruido fuerte en el bosque.
Le conté lo que había pasado, me sonrío para tranquilizarme y me dijo que hoy durmiera dentro de casa si quería, en la que había sido la habitación de su hijo. Se lo agradecí enormemente.
-Vamos a analizar la zona donde estabas acampando, y vamos a observar qué ha podido hacer que se acercara tanto el oso- Me dijo mientras se dirijía a la zona donde estaba la tienda.- Aquí lo tienes: está plagado de moras y frutas silvestres.
Ni él ni yo nos habíamos dado cuenta de que alrededor de la zona de la tienda, había un montón de bayas y frutos. Si estuviera acampando solo en medio del bosque como las noches anteriores, sin duda me hubiera fijado en eso. Tengo interiorizada esa y otras muchas cosas que debo hacer y rastrear antes de acampar. Pero al estar en terreno humano, confieso que me relajé. Y aquí, estar en una propiedad privada o edificada, no te protege de nada. El 90% de encuentros con osos, terminan como éste: sin ningún tipo de incidente, pero hay que tratar de no bajar la guardia.
Al día siguiente David me preparó un gran desayuno, nos despedimos, y seguí camino dirección Watson Lake, donde pretendo tomar la solitaria Cassiar Highway.
El camino es fácil: solamente hay que seguir el río Yukón.
Mi compañía durante una de las noches de acampada
Madre mia que susto me tiemblan las rodillas amy💋💋💋💋❤
¡Pedazo de poema el de Robert W. Service! Gracias por tomarte el tiempo de transcribirlo.
El territorio del Yucón me tiene cautivado. ¡Sigue contándonos!
“Maemía” qué pasada! Y qué placer desayunar acompañada de tus aventuras! 👏🏻👏🏻👏🏻